domingo, 24 de enero de 2010

Vamos a bebernos algo en el bar de la historia

Locura por su puesto


Más que una odisea es una aventura, viajar en buseta es toda una experiencia digna de tres tomos de narración y fábula. En este episodio nos adentraremos en los vericuetos del viaje en sí, traslado que nos conduce al insólito reino de los imposibles, paradoja de lo cotidiano, que se desliza sobre cuatro ruedas y un armazón de cualquier cosa parecida al hierro.

Luego de sortear durante unos cuarenta minutos la simpática Ley de Morphy, que en su acepción metropolitana reza que “si usted está esperando carrito hacía Plata I, pasaran única y exclusivamente los que van para San Luís y si usted se dirige a Morón solo verá llegar y salir a la parada busetas con destino Carmania.” Por fin nos logramos montar en una camioneta.

El carromato en cuestión es una cámara de tortura rodante, data de unos cuarenta años de rosca y rosca, se supone que este aparato solo caben 12 personas pero su conductor se empeña en meter unos 23 a 27 pasajeros, con el agravante que las 27 personas no se montan y se bajan todas en el mismo lugar, sino que se empeñan en estar quedándose en cuanta esquina existe, no importa si es parada o no.

Para hacer más cordial el trayecto en esta oportunidad me urgió viajar con 38 bolsitas de supermercado, los periódicos del día y siete camisas que acabamos de sacar de la tintorería. Las miradas de asombro se cruzan con las de desprecio ya qué, como casi siempre, me tocó ser el pasajero numero 27 en subir a la buseta. Tercera fila, tercer puesto justo el que esta pegado a la ventana. Bamboleo continuo y prolongado de las bolsas, codazos varios, empujones y las terribles miradas que me recuerdan mi falta de dinero para pagar un taxi.

Un chorro de abundante sudor se escurre por mi cara, se asoma al precipicio de mi quijada y se doblega ante la invencible Ley de Gravedad cayendo en picada dando a parar justo en el helado que se saborea una pavita en la primera fila, sigo adelante ignorando los insultos más que justificados de la adolescente, tratando de estorbar lo menos posible levanto mas de lo necesario las alforjas de plástico que ya casi me cangrenan la mano y le propino un tremendo sopapo justo en la cara a un señor como de 84 años que por instinto me lanza un bastonazo del palo de guayaba que porta en la mano y que es detenido por mis costillas derechas.

Adolorido trato colarme por entre las piernas de los dos pasajeros que me separan de mi anhelada meta. A uno le piso un juanete del pie izquierdo, con lo cual me hago el flamante ganador de una catajarra de insultos, creo que hasta pude distinguir dos en ingles y unos tres en pakistaní. Ya faltaba menos, solo sortear un par de piernas y listo, por fin lograría sentarme. Para mi sorpresa con el último pasajero no hubo ninguna novedad, ¡Zas! El bus arranca de golpe y yo caigo de porrazo sobre el asiento, mejor dicho sobre las sietes camisas recién planchadas.

Me acomodo como puedo, me seco el sudor con el periódico, lo que me deja un maravilloso aspecto de perro de chivera, con restos de titulares de deportes por el cachete derecho y tinta de las fotos de sucesos en la otra mejilla. Dejo escapar un suspiro muy largo, casi tan largo como el vallenato que nos aturde a toda mecha y que nos cuenta del lamento de un tipo que tiene como una hora llorando y dando lastima por que una señorita lo engaña con un batallón de reservistas.

49 minutos más tarde, luego de otra ronda de vallenatos y al notar que se habían bajado y subido de la unidad muchísimas personas, mucho más que 27, empiezo a dar giros alocados con mi cabeza, comienzo desesperadamente a mirar de un lado y del otro de la calle… Hasta que caigo en cuenta que me pasé de la parada.

Me deja por donde quiera…